Cuestionármelo todo fue siempre mi actividad favorita. Durante mucho tiempo consideré que pensar demasiado, sin darme siquiera un respiro, me hacía diferente, superior al resto de los mortales. Elegí torturarme desde niña porque, en mi mente, la única forma de crear, de ser productiva y de sobresalir, era sufriendo. Pensaba que la fuente del dolor era también la fuente de mi inspiración y me alimenté de ella por años, especialmente durante mi época como estudiante de Literatura.
Pero un día comprendí que ese permanente cortarme las venas solo me anclaba al futuro, al pasado, a lo que ya no me pertenecía y que, en consecuencia, me tenía viviendo en lugares en donde no existían los cables a tierra, en donde la palabra “presente” no era sino un concepto lejano y en donde era claro que jamás alcanzaría las metas que me había propuesto hasta el momento. Presa del dolor al que con tanto esmero me había entregado –llena de miedos, de ansiedades, de fríos e incertidumbres–, me embarqué en una búsqueda interior de casi dos años, que me llevó a descubrir que ni mi mente, ni mi cuerpo, ni mis dolores me definían. Comencé a moverme, a liberarme, a confiar en el flujo de la vida y a soltar el drama. La verdad es que no logré convertirme al optimismo radical ni dejé de atormentarme por completo (de hecho, de vez en cuando me doy una vuelta por el lado oscuro y la paso bastante bien), pero me encontré un buen lugar para disfrutar el proceso: un punto medio, un plano donde las cosas no solo se planean sino también suceden, un espacio para hacer y deshacer sin importar las miradas ajenas.
Es justamente desde ese lugar donde esta madre, mujer salvaje –la que anda en bici para olvidarse de su nombre, la que lee poesía, la que a veces bebe demasiado, la que confía en cualquiera que le diga “te lo juro”, la que está aprendiendo a decir que no, la que baila salsa en su cocina, la que en su juventud amó a su perro más que a ella misma, la que trabaja duro, la que estuvo muy a favor del porno y hoy sabe que no lo necesita, la que abusa del chocolate blanco, la que se come las uñas cuando el estrés la rebasa, la que escucha a Strauss todas las mañanas, la que se confiesa profundamente enamorada del hombrecito que le vino a dar en el ego–, escribe para ustedes.
Ojalá me sigan en esta honesta aventura y compartan desde esa misma honestidad conmigo.
La vida es ahora, así que #fuckthedeberser.